Modesto Álvarez: El único abogado honesto


                Un mal necesario. Así podríamos definir a los abogados. Al público en general le gusta pensar que un mundo sin abogados seria como lo pinta Los Simpsons: todos tomados de la mano, cantando canciones, en un clima de paz global. La realidad es que un mundo sin letrados sería más parecido al paisaje post apocalíptico de Mad Max, un desierto anárquico donde prima la ley del más fuerte. De todas maneras no voy a hacer una apología de la profesión. Los abogados claramente no necesitan quien los defienda, y menos uno de ellos. Prefiero contarles un cuentito: el de Modesto Álvarez.
                “El único abogado honesto”… así dice el cartel que habita reluciente en el techo de un edificio bajo del barrio de Belgrano. Ese letrero, que le cuesta al Dr. Álvarez 10.000 pesos por mes, es un motivo de orgullo para él: simboliza el logro de toda una vida consagrada al derecho. Eso les dice a sus amigos y clientes cada vez que lo felicitan por ese pedazo de fama rentada. Por dentro se ríe pensando: “…si supieran como garpo ese cartel…”
                Modesto Eustaquio Álvarez fue siempre un pibe de barrio. Nació en Villa Urquiza, en el seno de una familia de clase media, sin pretensiones. Sus padres eran dueños de un almacén, el cual se turnaban para atender. Tuvo una infancia feliz, en tiempos donde un pibe se podía criar en la calle, sin que el alcohol, el paco, o el 60 le truncaran la niñez. Hizo la primaria y secundaria en el Normal Nro. 4, que quedaba a 3 cuadras de su casa.
                De adolescente sus preocupaciones eran las de todo pibe de su edad: futbol y minas. Era fanático de River e iba todos los domingos a la popular con una barra de 10 amigos. Con las minas tenía problemas: María Emilia Piccinino lo tuvo loco toda la secundaria. Todo el colegio sabía que Modesto le arrastraba el ala, pero ella se hacía la desentendida. O eso creían todos. Unos años después se supo que la Piccinino era lesbiana.
                Era 5to. Año y el final de la etapa escolar se avecinaba. Modesto sabía que sus padres soñaban con que él fuera a la facultad. De hecho, en la familia Álvarez no había un solo profesional. Y nuestro protagonista no quería ser quien defraudara las expectativas paternas. El tema es que no tenía la más pálida idea de que estudiar. En la escuela siempre había sido el típico alumno mediocre, ni fu ni fa, el que siempre zafa a último momento, y tiene perfeccionada al dedillo la técnica del machete. Y jamás se le había prendido la llamita de la vocación.
                En esas estaba, oscilando entre Contador Público y Arquitectura, cuando Rubén Rizzo, otro ladri como él, lo avivó : “Metete en derecho, no tiene nada de matemática y las minas están bárbaras… Aparte como abogado te podés llenar de oro”. Modesto se golpeó la frente con la palma de su mano… Cómo no se le había ocurrido antes! Abogado… Llenaba todos los formularios. Contenidos accesibles, buena salida laboral y cumpliría de lleno con la fantasía de “M´ijo el dotor” que albergaban sus progenitores.
                Así fue que Modesto se inscribió en la UBA y comenzó el CBC. La etapa universitaria fue divertida. Olvidada la Piccinino, el futuro Dr. Álvarez se las ingenió para pasar por las sabanas de casi todas sus compañeras de estudio.  El muchacho tenía su pinta y una tremenda labia, fruto de sus años de práctica infructuosa con la tortillera de María Emilia. Esa labia lo ayudaba bastante en los exámenes orales, sobre todo teniendo en cuenta su carencia de conocimientos. Modesto no era ni estudioso ni inteligente. De todas maneras, se las ingenió para hacer una carrera decorosa y al cabo de 6 años y medio se recibió. Hasta el día de hoy, ninguno de sus compañeros puede explicar como hizo.
                Recién salido de la facu, comenzó a trabajar de pinche en un estudio del barrio. Su jefe, el Dr. Rodolfo Vázquez, era un gordo bueno, con aires de tanguero. Usaba traje a rallas, sombrero y pañuelo en el bolsillo, a tono con la corbata. Estaba ya en sus últimos años de profesión, y su único objetivo profesional era juntar unos manguitos para comprarse un velero, hobbie postergado por décadas.  Su hijo Alberto era abogado y trabajaba con él, con lo cual no había mucho espacio para que Modesto hiciese carrera. Pero mientras tanto agarraba experiencia, gastando suelas en los pasillos de Tribunales, entre sucesiones, divorcios y ejecuciones de pagares.
                Fue en esos pasillos que conoció al “tano” Barrechea. El apodo destilaba ironía, ya que el “tano” era vasco hasta las muelas. De solo verle las cejas, anchas como un cepillo, uno se daba cuenta de su filiación. El “tano” era uno de esos típicos personajes de tribunales, que se conocen hasta a las piedras, y que se podría jurar que pasan las noches durmiendo en el mostrador de alguna mesa de entradas. Su silbido característico hacía que uno pudiera intuir su presencia aunque estuviera a 3 pisos de distancia.
                El primer encuentro entre el “tano” y Modesto fue cinematográfico. Nuestro protagonista discutía con vehemencia frente a un prosecretario, peleando por un plazo de caducidad. El tano lo observaba desde el final de la cola… y le brillaban los ojitos. Es que le resultaba increíble que un tipo con semejantes baches conceptuales discutiera de igual a igual con un veterano de 100 batallas, que seguramente se habría cargado a varios abogados de fuste.  Si bien el prosecretario terminó zanjando el diferendo a su favor, el “tano” quedó impactado con Modesto. Fue así que esperó paciente a que el joven terminara su faena del día y cuando cruzaba por la salida de Talcahuano, lo interceptó para tomar un café.
                Modesto aceptó extrañado. Si bien, como todo el mundo, conocía de vista al “tano”, jamás había cruzado palabra con él. Obviamente le intrigaba enormemente este personaje, que parecía ser tan parte del palacio como las columnas de mármol. La charla fue muy amena. En un principio hablaron de la vida en general, de sus orígenes, infancias, mujeres, futbol. En fin, una típica charla entre machos. Después llegó el meollo de la cuestión. El “tano” arrancó a explicar a que se dedicaba.
                “Pibe, esto es muy simple. Acá si querés hacer plata te tenés que especializar en algo. No sirve pichulear de acá y de allá. Más vale pájaro en mano que 100 volando. Yo hago Responsabilidad civil. Más precisamente, Accidentes de tránsito. Tengo gente en los hospitales y en las comisarias. A los velorios no voy porque me da impresión, y porque hay que respetar el duelo de la gente, vistes. La cuestión es que es un negocio redondo… sabes por qué? Porque las compañías de seguro siempre garpan. Es cuestión de dorarles un poco la píldora nomás.”
                Después hablaron un poco de números, y ahí Modesto sintió maripositas en la panza como con la Picccinino. Estábamos hablando de muy buena guita. No se podía comparar con lo que ganaba hasta ese momento. La transición fue sencilla: el Dr. Vázquez no hizo problema. Tampoco tenía con que retenerlo.
                Al principio arrancó con lo mismo que hacía antes: procuración. Al poco tiempo, empezó a mechar con visitas a los hospitales. Allí se limitaba a entregar tarjetas a los familiares de los accidentados. Luego empezó a hacerse amigo de algunos enfermeros. Estos le tiraban información, a cambio de un pequeño porcentaje. El “tano” se ocupaba de la parte más pesada: mover sus contactos en los juzgados y negociar con las compañías de seguros.
                No nos engañemos: cualquier fantasía de prestigio y buen nombre que pudiese tener Modesto, se iba irremediablemente al tacho laburando en este rubro. Pero como dice el dicho “Poderoso caballero es Don Dinero”, y en este caso al Don se lo tuteaba seguido. Fue así que Modesto pudo comprarse un autito y alquilarse un 2 ambientes en Belgrano. La profesión comenzaba a rendir sus frutos para el Dr. Álvarez.
                Con su autito, un Fiat 128, comenzó a recorrer algunos hospitales de provincia y a hacerse de casos propios. Al principio cosas chicas, fracturas de muñeca, hernias de disco. Es que no quería meterse en camisa de 11 varas, por así decirlo. Su limitado intelecto lo acomplejaba. Pero pronto se dio cuenta que esto no era cuestión de cráneo, sino de maña, y eso a él le sobraba. Así se metió de lleno en el baile. Comenzó a negociar por su cuenta con las compañías y a “armar su propio circo”, si vale la expresión.
                Llegado el momento, decidió hablar con el “tano”, quien lo veía venir desde meses atrás. No le complicó la salida. Dividieron los casos compartidos y se separaron en buenos términos. Modesto se alquiló una oficinita en un edificio sobre Cabildo, en plena zona comercial. Contrató también una secretaria, Norma, a quien tardó 4 días en desvestir. Al poco tiempo, comenzó a cerrar arreglos grandes con las compañías, con lo cual lo única modestia que le quedó recaía en su nombre. Pilcha, autos, viajes, ningún lujo se resistía a la billetera del Dr. Álvarez, alimentada generosamente por las desgracias viales de morochos desamparados.  
                Parecía que Modesto se encaminaba a un prospero y plácido futuro. La maquinaria estaba armada y las piezas parecían aceitadas. Pero, como suele suceder en estos casos, algún maldito engranaje tenía que fallar. Resulta inexplicable, pero lo cierto es que el hombre es un animal inconformista. No importa cuanto tenga, siempre quiere más. Y el Dr. Álvarez no iba a ser la excepción.
                Después de 2 años a todo vapor, Modesto se encontró con su primer bache. No es que no había laburo, pero el ritmo había bajado considerablemente. Y por ende, el flujo de dinero también. Aparentemente, la modalidad de trabajo del tano y Modesto se había extendido considerablemente. La competencia era feroz. Un día particularmente lento, el Dr. Álvarez se encontró sentado en su oficina, obnubilado mirando su diploma de abogado, como buscando en ese pedazo de papel la respuesta a sus tribulaciones.
                De golpe, salió eyectado de su silla, como si una corriente eléctrica se hubiese apoderado de su cuerpo. Agarró el auto, y salió a todo vapor con rumbo desconocido. Modesto manejaba extasiado, como en estado de shock. Parecía que una fuerza sobrenatural se había apoderado de su ser. De pronto, sin saber cómo, se encontró en una villa miseria, una de las tantas que surcan a lo largo y a lo ancho el Gran Buenos Aires. Se bajó del auto y a los pocos metros se encontró con un negrito que iba caminando con un yeso en la pierna. Se le acercó resuelto y le susurró al oído: “¿Querés ganarte 500 pesos?” Antes de que el muchacho terminar de decir que si, Modesto buscó una sierra en la guantera de su auto, y en 3 minutos había deshecho el yeso que inmovilizaba la gamba del morocho. Acto seguido, el pibe se plantó en la parada del colectivo, y cuando vio venir el 1114, se le tiró encima. Fue un golpe leve, casi imperceptible para el chofer, que se bajó mas para putear que para constatar el estado del accidentado. Menuda fue su sorpresa cuando el médico constató que tenia fractura de tibia y peroné.
                Con este modus operandi, Modesto reactivó el negocio. De más está decir que la práctica del Dr. Álvarez constituía lisa y llanamente un delito. A medida que la rentabilidad crecía, el riesgo también. Modesto comenzó a enredarse con los capos de las villas, y según ellos, a deberles favores. Fue así que en un su enésimo viaje a Ciudad Oculta fue interceptado por cuatro morochos bien fornidos, que le dieron la paliza de su vida.
                El resultado fue una fractura de mandíbula, fisura de pómulo, fractura de tabique nasal, traumatismo de cráneo y 4 dientes menos. Pero ese no fue el peor problema de Modesto. El tema es que el incidente tomó estado público, y por decantación, las practicas del Dr. Álvarez también. El resultado fue la perdida de la matrícula y una causa penal por estafa. El gran negocio parecía acabado.
                Resulta increíble como cuando alguien está en la mala, sus amistades, colegas y asociados desaparecen como ratas huyendo del Titanic. En 6 meses, Modesto había perdido todo. Pero lo que más le dolía era haber perdido su título. Ese título con el que tanto habían soñado sus padres. Fue por eso que se juramento recuperarlo a como dé lugar, y con él, todo lo que había perdido.
                Irónicamente, recuperar el título fue lo más fácil. Un par de manguitos repartidos en el Tribunal de Ética del Colegio de Abogados y listo. Total, nuestra sociedad podía bancarse un abogado chorro de más. El tema era reconstruir el imperio. Modesto tenía en claro que había que encontrar un nicho nuevo. En el rubro accidentes de tránsito el nombre Modesto Álvarez era mala palabra. Y con sobrados motivos.
                Hasta que lo vio. Fue como una epifanía. Andaba por Villa Urquiza, adonde siempre volvía cuando necesitaba pensar. De golpe, paso por una obra, un edificio en construcción. Un albañil discutía airadamente con su capataz. Acto seguido se sacaba el casco, lo revoleaba por el aire, se daba media vuelta y se iba a paso redoblado con rumbo desconocido. “LABORAL”, exclamó Modesto, como un Arquímedes moderno vociferando su Eureka.
                Y así fue que el Dr. Álvarez se lanzó a la conquista de la lucha obrera. El modus operandi era sencillo: empleado harto de su laburo decide irse. En vez de renunciar, genera un conflicto que desemboca en intercambio de Cartas Documento. Su jefe ante la perspectiva de un juicio largo y carísimo, decide indemnizarlo. Atrás de todo esto, por supuesto estaba Modesto.
                Era un negocio brillante. Mucho menos riesgoso que los Accidentes de Tránsito e igual de rentable. El elemento humano era el mismo, morochos con hambre, que por un mango venden el cu…
Así el Dr. Álvarez recuperó su posición económica. Y como en este país por la plata baila el mono, también recuperó el prestigio.
                Modesto ya no se la cree. Sabe que de jurista no tiene un pelo. Que sus colegas de más renombre lo mira con desdén. Sabe también que la vida es una calesita. Y que esos que hoy le palmean la espalda, le escupirán la cara si algún día tiene la desgracia de volver a patinar. Por eso el cartel tiene sentido. Si le preguntaran al Dr. Álvarez el  verdadero significado de su slogan, el les contestaría: “MODESTO ALVAREZ, el único abogado honesto… consigo mismo”.

              

1 comentario:

Geraldine Elizabeth dijo...

Muy bueno Agustín!!! Cada vez que leo uno de tus artículos me muero de risa. Que buenos y mordaces son!!! jajajaja.