Raulo, el putañero


Raul Sanchez era feo. No tenía ningún rasgo llamativo que caracterizara su fealdad. Era lisa y llanamente feo. Petiso, gordito y calvo desde temprana edad, tenía una cara asimétrica y picada por el acné y un persistente olor a cebolla que resultaba inmune a cualquier tipo de desodorante.

                Tampoco era simpático. Rara vez se reía, quizás porque la realidad que devolvía el espejo era demasiado cruda como para reírse. No era muy elocuente, ni articulado para expresarse. En general era más bien parco y callado. Eso sí, tenía frecuentes arranques de mal humor que irremediablemente terminaban en un rosario interminable de puteadas. Para eso si era ocurrente: Raul era lo que se dice un puteador empedernido, de esos que se toman el trabajo de pensar la puteada antes de largarla.
                Pasando en limpio: el Raulo era un bagre, cuasi mudo y malhumorado. No era de extrañarse que le fuera pésimo con las mujeres. Ya de pibe se dio cuenta que eso del levante no era lo suyo. En la adolescencia mientras sus compañeritos afilaban en los pasillos del cole, el jugaba al yo-yo, obsesión enfermiza que competía en sus preferencias con la masturbación.
                “El bicho”, como lo apodaban sus amigos, percibía el desdén que emanaba del sexo opuesto. Lo intuía en las miradas llenas de nada, en las escuetas charlas de ocasión, rebosantes de indiferencia. Fue por eso que decidió ahorrarse el disgusto y evitar cualquier tipo de vínculo con las féminas, cosa de no tener que estrolarse contra la pared cada vez que quisiese entablar una conversación de más de 30 segundos con un ejemplar de pelo largo y tetas.
                A no equivocarse, a Raulo le encantaban las minas. Pasa que no encontraba la forma de canalizar ese interés, más allá de sus interminables “sesiones” en el baño del fondo, con la Coca Sarli como musa inspiradora. Hasta que a los 16 años, el tío Tato, único soltero de la familia, decidió que nuestro amigo estaba en edad de merecer. Lo llevó a “El caimán sin dientes”, un tugurio de mala muerte cuyo plantel femenino estaba muy por debajo del promedio.
                Raulo estaba perplejo. Tenía una mezcla de calentura y pánico, que le hacía palpitar el corazón como a una rata de laboratorio. Fue así que cuando Brenda se le sentó encima, no pudo artícular palabra. Tampoco hizo falta. El tío Tato hizo un discreto ademán y la veterana morocha agarró a nuestro amigo de la mano y se lo llevó a uno de los cuartuchos.
                Lo que pasó allí no vale la pena contarlo. Mejor dejarlo a criterio de nuestros lectores, que seguramente sabrán llenar este vacío como mejor les indique su imaginación. Bastará con decir que fue como todo debut sexual: rápido, confuso e inolvidable.
                Raulo salió de aquel breca inmundo con una sonrisa de oreja a oreja. Acababa de tener una epifanía, una revelación: Le encantaban las putas. Estas chicas eran la solución a todos sus males: no querían charlar, no les interesaba su aspecto, no le hacían caritas por su olor a cebolla…Solo querían su dinero. Y sus billetes de 100 valían tanto como los de Robert Redford.
                Fue así que, de ahí en más, su objetivo en la vida fue uno y uno solo: conseguir dinero para quemarlo en prostitutas. No le interesaba otra cosa que no fuera dinamitar todos sus billetes en la gran maravilla del sexo rentado. Como era lógico, mientras más dinero ganaba, mejores chicas podía pagar. Por lo tanto, a medida que iba ganando mas plata, Raulo se iba sintiendo cada vez mas galán.
                Es que para él, las putas eran sus novias. Les llevaba flores, les regalaba pilcha, les decía cosas románticas al oído, todo para complacer a esos seres que le endulzaban la vida. El les decía “las chicas”. Cuando se encamaba con una nueva, les contaba exultante a sus amigos: “Ayer me levante un carocito”, o “No sabes la minita que me gane ayer”. El sabor de la conquista tenía un matiz bastante peculiar para nuestro amigo Raul.
                Mientras crecía su afición a las chicas pagas, se iba apagando lo poco que quedaba de su vida social. El submundo cabaretero se lo había chupado. Alguna madama experimentada diría que  en los puteríos se han chupado cosas mucho peores que Raul. Pero eso es harina de otro costal. La cuestión es que nuestro amigo iba del laburo al cabaret… y del cabaret al laburo. Por unos billetes más Raulo había conseguido que le habiliten una piecita para dormir.
                Cualquier persona “normal” diría que Raul era un sociópata, un alienado, un degenerado. Pero el se veía a si mismo como un tipo normal. Y consideraba a la prostitución una profesión honesta como cualquier otra. El problema de Raul es que cuando estaba con “sus” chicas, no las veía como “honestas trabajadoras”. Las veía como “sus” chicas.  
                Era común verlo por los pasillos del piringundín, corriendo a patadas a clientes que salían aterrados mientras intentaban subirse los pantalones para no tropezarse. El dueño del lugar no lo echaba porque con su aporte monetario prácticamente cubría los costos de su desvencijado bolichón. Pero quedaba claro que la conducta incendiaria de Raulo empezaba a convertirse en un problema.
                Un día como tantos, llego una chica nueva. Era una correntina recién bajadita del bondi, morocha, retacona y exuberante. Unos años antes había salido segunda princesa del carnaval de su pueblo. Como era obvio, sus sueños de fama y fortuna se desvanecieron sin siquiera carretear. Su belleza era standard, similar a la de las otras chicas. Su historia de vida parecía sacada de un manual de prostitutas. Pero Raulo apenas la vio, pidió que se la reservaran.
                Se convirtió en su fija. Había tenido otras antes, claro. Pero con esta era distinto. Se sacaban chispas en la cama. A base de una práctica constante, Raul se había convertido en un amante experto y parecía que a esta novata le estaba dejando algo más que plata. La piba hasta le daba besos en la boca, práctica prohibida entre las putas, ya que según ellas es la puerta de entrada al amor.
                Lo que siguió fue hasta previsible. Una noche, en la cual el fragor de los cuerpos parecía fusionarlos en uno solo, Anahí (así se llamaba) le dijo a Raulo que no le pagara. Ni esa noche ni nunca más.
                Raul se quedó atónito. Congelado, estupefacto. Era la primera vez en su vida que una chica expresaba sentimientos por el. Luego de dos minutos de tensa calma, se vistió rápido y sin decir una palabra salió del cuarto. Como una exhalación, cruzó el pasillo, bajo la escalera y al llegar a la puerta le entrego a Cacho (el portero) un manojo de billetes. Era la tarifa de Anahí.
                Nunca mas se lo vio por el prostíbulo. Ni por su trabajo. Ni en ningún lado. Fue como si se lo hubiera tragado la tierra. La existencia de Raul Sanchez se esfumó en el preciso instante en que no quisieron cobrarle. En el momento en que le pidieron que deje de ser lo único que sabía ser: un PUTAÑERO.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que linda historia de vida...un poco me emocione.