
“El negro” Ruffo no tiene recuerdos del 17 de Octubre. Tenía 8 meses y crecía precariamente en una casucha de Ramos Mejía, localidad que en esa época no pasaba de rudimentario caserío. Su padre, Amílcar Ruffo, era tornero y trabajaba de sol a sol en una metalúrgica. Su madre Eloísa, una abnegada ama de casa, a cargo de 6 hijos que le sacaban canas verdes. La familia era pobre, rozando permanentemente los bordes de la extrema miseria.
El padre del negro, si vivió el 17 de Octubre… y vaya si lo vivió. Formó parte de una de las primeras columnas que llegó a la Plaza de Mayo ese glorioso día. El dice que fue uno de los que mojo sus pies en la fuente, aunque dicha afirmación resulta incomprobable, ya que jamás salió en ninguna foto. De más viejo, cada vez que contaba la anécdota, sus hijos debían contener la risa. Este cuento ilustra claramente porque la familia Ruffo era justicialista a ultranza.
Durante los primeros años del gobierno del “Pocho”, Juan Carlos era muy chico para comprender lo que se estaba gestando. Hasta que a los 6 años, tuvo su primer e inolvidable contacto con la liturgia peronista. Para esa navidad, el “negro”, que recién aprendía a escribir, le escribió a Papa Noel pidiéndole una bicicleta. Sus padres, deshechos de tristeza, le explicaron que Papa Noel no pasaba por su casa, porque los renos se empantanaban en las calles de tierra. A pesar de su cortísima edad, Juanca entendió que sus papis eran demasiado pobres para costear semejante lujo. Tragó saliva y lagrimas, y se la bancó sin emitir un sonido. A los 2 meses, y en coincidencia con su cumpleaños, recibió una bicicleta flamante, cortesía de la fundación Eva Perón.
Era lógico que a partir de ese momento el panteón de Juan Carlos estuviera formado por Juan Domingo, como el Cristo pagano, y la Santa Evita, como una especie de Virgen María… sin un ápice de virginidad. Así creció el “negro”: rodeado de la mitología e iconografía peronista. Bajo la inmensa cobija del todopoderoso aparato sindical, Juan Carlos conoció Mar del Plata y vio como su padre paso a laburar la mitad de horas por el doble de plata.
A los 10 años, sobrevino el primer cimbronazo: La Revolución Libertadora. Los cañones del almirante Rojas trepidaron fuerte en los corazones de la familia Ruffo. Para ellos era la Revolución Enclaustradora, que los devolvía a la gris y opresiva realidad pre peronista. A pesar del luto, las condiciones de la familia no variaron demasiado, la frase “pobres pero honrados” les seguía cuadrando a la perfección.
A los 15 años, Juan Carlos tuvo su primer trabajo. Fue en la metalúrgica donde laburaba su padre, quien lo acogió bajo su ala como ayudante. Allí conoció las bondades de la UOM (Unión Obrera Metalúrgica). Y entendió que el delegado gremial era su segundo papá. Eran tiempos de Frondizi y de proscripción. Por lo tanto, el gran refugio de la masa oprimida y peronista eran los sindicatos. Allí se veneraba al General como una figura cuasi mitológica, que retornaría en un avión negro para sacar a su querido pueblo del invierno oligárquico.
En esos primeros años, “el negro” no se revelaba como un animal político. Si bien era bastante locuaz y tenía carisma, utilizaba esas bondades con el sexo opuesto. En vez de hablarle a las masas, el “les daba masa”, si vale la vulgar expresión. En las reuniones de sindicato se quedaba en la retaguardia, fumando un pucho y mirándole el culo a la piba de limpieza.
Fue recién en el ´64, en tiempos de la Tortuga Illia, que a Juan Carlos se le prendió la llama militante. Era la época de Augusto Timoteo Vandor, zar de la C.G.T. y peronista más poderoso en ausencia del Pocho. Este personaje no tuvo mejor idea que comenzar con una ametralladora de paros, que contaban con un acatamiento total, y deshilachaban el ya escuálido resquicio de poder que le quedaba al radical más honesto.
En ese momento, al “negro” Ruffo le pintó sumarse al movimiento. Fue por injerencia de Paula, una “compañera” que se le estaba haciendo la difícil. Al poco tiempo se la levantó, y al poco tiempo la pateó, pero inexplicablemente siguió yendo a las reuniones de comité. Algo le atraía de ese ambiente, tenía un no sé qué. De todas maneras, lo suyo no era idealismo, a él le divertía tocar el bombo y tirar petardos. No se le podía pedir mucho, tenía recién 19 años.
Los paros de Vandor terminaron por eyectar a Illia del sillón, y trajeron a Onganía. Sus partidarios lo vivaban al grito de “La vida, la vida, la vida por-Onga-nía”, cantico de dudoso gusto, pero notable efectividad. “La morsa” era el típico milico hijo de re mil puta, de esos que te hacían bailar en la colimba y competían a ver quien tenía el culo mas fruncido. Fue una dictadura en todo el sentido de la palabra: te arrestaban hasta por tirarte un pedo, literalmente hablando.
En esa época de botas locas, a Juanca se le ocurrió meterse en la facultad. Había terminado el secundario en la nocturna, como promesa a su madre que había muerto hacía unos años. Y decidió que las aulas universitarias eran un gran semillero de hembras, donde podría desplegar sus encantos a todo vapor. Época rara para ir a la facu. Onganía cercenaba cualquier indicio de libertad de pensamiento a bastonazo limpio. No sea cosa que los hippies y el mayo francés infectaran nuestra sociedad.
Sin embargo, algo comenzaba a gestarse. Algunos hijos de ricachones empezaron a interesarse por la imagen de Perón. En un principio fue un acto de rebeldía adolescente contra el gorilaje recalcitrante de sus padres. Pero luego ese interés se convirtió en fascinación. Y el General se convirtió en adalid de una nueva generación. Así nacieron la J.P. y Montoneros.
El negro era peronista, obvio. Era algo que nunca se había cuestionado. Lo sentía como algo genético. No tenía que ver con convicciones ideológicas, sino con una pulsión, un sentimiento irracional. Era algo impreso, predeterminado. Como algunos son hinchas de un club, Ruffo era hincha de Perón. Fue así que, inmerso en el ámbito universitario, era cuestión de tiempo antes de que se sumara a la militancia.
Esta vez fue por Alejandra, otra mina arisca. Lo que sí ésta nunca le dio pelota. Pero fue persiguiendo su perfume que cayó en su primera reunión de Montoneros. En un principio, pensó que esos chetitos de pelo largo hablaban muchas pelotudeces. Mucha prédica de revolución, lucha armada, golpe de estado, y nada de acción. Mucho ruido y pocas nueces.
Pero luego, empezó a escuchar planes concretos, tareas de inteligencia, complots para asesinatos. Allí decidió que eso era muy pesado para él y decidió migrar hacia la J.P., que era básicamente lo mismo pero sin chumbos. No quedaba bien en claro si Montoneros era el brazo armado de la J.P., o la J.P. el brazo político de Montoneros, la cuestión es que funcionaban en perfecta sincronía.
En ese contexto fue que Ruffo descubrió su primera gran virtud política. Era un gran “movilizador”. En cualquier marcha que se organizara, “el negro” metía monos a mansalva. Nunca se supo bien de donde los sacaba, pero su participación era crucial cuando la consignar era juntar gente a como dé lugar. Así comenzó a ascender en la organización. De todas maneras, a él no le interesaba todavía la carrera política. Le parecía todo muy complicado, mucha rosca. Para él, esto de la militancia era algo puramente lúdico, un pasatiempo, un juego. Una herramienta más para remachar mujeres, su gran pasión.
Entramos ya en los infames ´70. A Onganía lo voltearon entre el cadáver de Aramburu y el Cordobazo. Subió Lanusse, otro milico, pero ya había tufillo a vuelta del líder. Perón esperaba el momento justo, agazapado en Puerta de Hierro, mientras los montos ponían bombas a troche y moche. La hora del pueblo se acercaba.
Mientras tanto, el negro seguía con su vida de agitador justicialista. Había largado la facu, como era previsible, con lo cual su tiempo se repartía casi en partes iguales entre las minas y las marchas. Pero Ruffo era una piedra ante el discurso ideológico: mojaba su superficie, pero jamás penetraba en su interior. Si miraba con preocupación a sus primos los Montoneros. Creía firmemente que la escalada en los actos de violencia iba a terminar en algo muy feo.
Para el año 73, la vuelta de Perón era inminente. Se vivía un clima enrarecido: muchos enfrentamientos armados, mucha anarquía, era un permanente estado de revuelta popular. Ante la insoportable presión, Lanusse levantó la proscripción. Mediante un tecnicismo se impidió que el Pocho se candidateara, con lo cual hubo que poner a Cámpora de poste. “El tío” para sus compañeros, era un viejito bueno, aliado de la primera época de Perón. Su hijo era guerrillero del ERP, con lo cual resultó lógico que una de sus primeras medidas como presidente fuera abrir las cárceles. El caos era total.
En medio de esta meresunda, después de 18 años, volvió Perón. “La masacre de Ezeiza”, fue uno de los días más sangrientos de la historia moderna argentina. Ese día se terminó de fracturar “el movimiento”. Resultaba evidente que entre la CGT y Montoneros, solo se entendían a los corchazos. “El negro” estuvo ahí, con su nutrida columna de morochos. Apenas escuchó los primeros tiros, salió escondido en la caja de un Rastrojero. La violencia no era para él.
A su regreso, Perón se autodefinió como un “león herbívoro”. Le falto agregar “león sin dientes, sin melena y con problemas cardíacos”. La realidad es que el viejo estaba averiado y los tratamientos del “brujo” López Rega eran peor que la enfermedad. En septiembre del 73 fue elegido presidente por tercera vez con el 62% de los votos, record imbatible hasta el día de hoy. En esas horas pletóricas de euforia popular, pocos imaginaban que el final estaba cerca.
“El negro” vio a Perón una sola vez en su vida. Fue el día que el pocho echo a los montos de la plaza. En ese momento Juan Carlos sintió que ese viejo decrépito era el hilo conductor de su vida, era el principio y el fin, el círculo donde todo terminaba y volvía a empezar. Unos cuantos días después, el 1 de julio de 1974, Juan Domingo Perón dejo de existir. De nada sirvieron los rituales de López Rega al grito de “Despierte mi faraón”. Tampoco el llanto de millones de “cabecitas negra”. El gran caudillo se convertía definitivamente en mito… o en comida para gusanos, según de qué lado se lo mire.
Los funerales duraron 3 días. Millones despidieron al gran líder. Entre ellos estaba Ruffo, quien tenía los ojos llenos de lágrimas. Esto era por demás llamativo, teniendo en cuenta que cuando murieron sus padres ni siquiera alcanzó a sollozar. Esta vez soltó el llanto sin reparos, de manera natural, como hermanándose en el sufrimiento con la multitud de llorones que ese día regaron cada confín del país.
Lo que vino después podría definirse lisa y llanamente como ANARQUÍA. No podía ser de otra manera, si nos gobernaba una bataclana imbécil y un esoterista delirante. Cuando las balas empezaron a picar cerca del poder, Isabelita firmó el infame decreto que ordenaba a los militares “aniquilar la subversión”. Nadie pensó que se lo iban a tomar tan a pecho.
Ruffo se la vio venir. Su instinto de negrito pobre de Ramos Mejía, le indicó que tenía que picárselas urgente. Como no le daba el cuero para irse afuera (cosa que si hicieron algunos compañeros chetos) se rajó para el campo, más precisamente a Quemú Quemú, provincia de La Pampa. Allí se las rebuscó haciendo changas, hasta que consiguió laburo fijo en una estancia de la zona. No era gran cosa, pero le daban casa y comida. Aparte el patrón era un gringo bueno, y le perdonaba sus andanzas con el personal femenino.
Allí transcurrieron los años, uno tras otro. Ruffo jamás tuvo noticias de sus compañeros. Tampoco quería enterarse. Hacía rato que intuía que esta historia iba a terminar mal. No se llevó gran cosa de Quemú Quemú: apenas un racimo de “chinitas”, algunos mangos ganados carteándose al truco, y el recuerdo del Mundial 78. Lo vio junto con toda la peonada, apiñados todos frente al único televisor en 20 kms. a la redonda, que yacía obviamente en el living del patrón. Consumado el 3 a 1, el pueblo explotó de jubiló. La explosión consistió en 4 gatos locos tirando tiros en la plaza.
“La fiesta de todos” trajo como consecuencia un estado de borrachera popular, que hizo que Videla, Massera y Agosti fueran rubios, de ojos celestes y con alitas en la espalda. Mientras tanto, a 10 cuadras del Monumental se golpeaba, picaneaba, mataba y violaba. Pero no importaba, si los argentinos éramos todos “Derechos y Humanos”. Decir que nadie sabía es tan cierto como decir que nadie quería saber. Total éramos campeones del mundo.
La dictadura siguió navegando plácidamente hasta principios de la década del 80. Allí resultó evidente que a la bicicleta financiera de Martínez de Hoz se le habían pinchado las dos gomas. Para paliar la crisis, los milicos hicieron lo que mejor saben hacer: la guerra. Primero probaron con Chile, pero un cura hinchapelotas les paro el carro. Y después miraron esos dos manchones al este de Santa Cruz: Las Malvinas.
“¿Pero las Malvinas no eran de los ingleses?”, preguntó asustado un funcionario. “Si quieren venir que vengan”, contestó Galtieri mientras le daba un sorbo a su decimoquinto whiskacho del día. Lo que siguió es historia conocida. Lo único que queda para decir es que debe haber sido uno de los actos de estupidez más grandes que un gobierno (y un pueblo) haya cometido a lo largo de la historia mundial. Solo a un borracho se le ocurriría enfrentar a la segunda potencia militar del planeta, con colimbas correntinos de 18 años. El tema es que Galtieri era muuuuuuy borracho.
Después de este desastre, Ruffo decidió que era tiempo de volver. La dictadura se caía a pedazos, y nadie lo iba a venir a buscar. La vida política del país volvía a entrar en ebullición. Volvía la democracia. Y volvía Juan Carlos con sus morochos.
“El negro” recaló en su Ramos natal, y al toque comenzó a operar en la campaña de Herminio Iglesias a gobernador de Buenos Aires. Ruffo, con esa intuición que lo caracterizaba, supo al toque que iba a perder. De todas maneras, estaba feliz de volver a meterse en el quilombo, de juntar gente, fletar micros, de ver resurgir esa liturgia peronista que tanto extrañaba. Hasta se puso contento el día que Herminio quemó el cajón de la UCR, por más que eso sepultara definitivamente sus chances.
Alfonsín ganó y el peronismo se ubicó por primera vez como partido opositor. Fue allí que Juan Carlos comenzó su carrera política per se. La cuestión es que sus buenas artes durante la campaña del 83 lo habían hecho acreedor de varios favores de parte de los popes del peronismo bonaerense. De esa forma no fue difícil obtener una banca como concejal por el partido de 3 de febrero, en las elecciones del 85.
El Negro había sido toda la vida un seco, jamás tuvo un mango. Con lo cual apenas vio pasar el primer sobrecito cargado de billetes, se le abrieron los ojos como el dos de oro. Era lógico: cualquier obra pública que se hiciera en el municipio debía pasar por el filtro del Consejo Deliberante. Y ese filtro se superaba de una sola manera: poniendo la tarasca.
Mientras Ruffo se convertía en un rufo, la primavera democrática llegaba a su fin. El plan Austral naufragaba y la oposición peronista hacía imposible cualquier intento de Alfonsín por enderezar el rumbo. A decir verdad, los radicales nunca fueron buenos con los números, por eso todos sus gobiernos volaron por el aire. La gente se banca cualquier cosa, menos que le toquen el bolsillo. Encima los milicos no ayudaban y amenazaban con dar otro golpe de Estado, a lo que Alfonsín respondía pletórico: Felices Pascuas!
Felices Pascuas eran las del “negro”, que se estaba llenando de guita a cometazo limpio. Aparte contaba con ese carisma innato, que le facilitó el acceso a las altas esferas. Por eso no resultó sorpresa que en el año 87 obtuviera una banca como Diputado Provincial. Juan Carlos se iba para arriba como pedo de buzo.
Mientras tanto el país se incendiaba a velocidad crucero. La hiperinflación, los saqueos, los pollos de Mazorin, las ojeras de Alfonsín, todo un polvorín. Parecía evidente que las presidenciales del 89 las iba a ganar un peronista. La cuestión era quien. El candidato natural era Cafiero, que después de robarle el piano a Perón había ido ganando espacio dentro del Justicialismo, hasta convertirse en gobernador de Buenos Aires.
Pero por otro lado aparecía un turquito, petiso, riojano, peludo, feo como un cuco, pero con un carisma que hacía que Sandro pareciera un sepulturero. A la hora de la interna, nadie daba dos pesos por él. Pero Ruffo con esa brújula que le marcaba siempre el norte del éxito, puso sus fichas con Menem. A caballo del “Síganme, no los voy a defraudar” y la “Revolución Productiva”, el turco dio el batacazo. De ahí a ganar la presidencia fue solo un trámite: los radicales eran mala palabra.
Juan Carlos vio premiada su apuesta con una banca en el Congreso de la Nación. Ya había amasado una pequeña fortuna con sus cargos provinciales. Pero ahora quería morder de la torta grande. Agarró la mejor época: las privatizaciones. Mientras Carlos Saúl repartía las joyas de la corona al mejor postor, Ruffo levantaba la manito sin chistar y cobraba “su peaje” sin el más mínimo remordimiento.
Con el 1 a 1, la fiesta se convirtió en orgía. Aquello se asemejaba a las bacanales del imperio romano. El despliegue impúdico de corrupción, ostentación y grasada había llegado a límites insospechados para un país de clase media como el nuestro. De todas maneras, a nadie le importaba: todos nos íbamos a Miami, teníamos auto importado y comprábamos a crédito: Argentina año verde.
El “negro” paso toda la etapa menemista en la Cámara de Diputados. Y nadie, pero nadie se dio cuenta. Ese anonimato le sirvió para mandarse una cantidad insondable de trapisondas sin quedar pegado jamás. Apenas si salió de rebote en alguna nota de la revista “Noticias”. Ruffo era un auténtico topo, un fantasma. Imagínense que nadie se preguntó como un punterito de Ramos había comprado una casa en el country San Diego por 800.000 dólares.
En el 99 a Carlos Saúl se le acabó el carretel de reelecciones y tuvo que ceder el sillón. Como estaba peleado a muerte con Duhalde, lo mando al muere con pito y matraca. Y así asumió el poder Chupete De la Rúa, el presidente campana, porque era “tan ton tin tan ton tin”.
Esta movida trajo un reajuste de cargos y lealtades en la estructura partidaria. En medio de esa licuadora, Ruffo decidió ser intendente de 3 de febrero. Juan Carlos había logrado mantenerse equidistante en la guerra entre el turco y el cabezón, con lo cual consiguió un apoyo casi irrestricto del aparato peronista. En un partido como 3 de febrero, con un 80 % de oscuros, ese apoyo equivale a victoria segura.
La intendencia significaba un triunfo sentimental para Juan Carlos: era como volver a sus raíces. Aunque esas raíces no tuvieran nada que ver con el Mercho SLK 500 con el que caía a la Municipalidad todos los días. De todas maneras, a la gente del barrio Juan Carlos le generaba una mezcla de esperanza y admiración. Esperanza porque representaba la concreción del sueño de salir del barro para hacerse grande. Y admiración porque no entendían como había podido afanar tanto sin ir preso.
Mientras el país se incendiaba por obra y gracia de un presidente gagá, “el negro” se llenaba los bolsillos vendiendo habilitaciones e inflando precios de obras públicas. Total, la gente estaba contenta con 3 cuadras de asfalto, 4 luminarias y un par de cloacas. Nadie hizo tan poco para llevarse tanto.
El 20 de diciembre de 2001, Ruffo estaba flotando en la colchoneta de su piscina cuando recibió un llamado a su celular. Era el cabezón Duhalde. Pedía, o más bien ordenaba, que “el negro” mandase a sus negros a hacer quilombo a la Capital. Juan Carlos, como buen peronista disciplinado, mandó 10 micros repletos de monos a Plaza de Mayo. Lo que pasó después es historia conocida: estado de sitio, helicóptero, 5 presidentes, Cabeza presidente, corralón, pesificación asimétrica…. Todo, pero todo en menos de 6 meses.
Con Duhalde de presidente, Ruffo se convirtió definitivamente en uno de los “barones del conurbano”. Su distrito era de los más populosos y su capacidad de movilización se mantenía intacta. De ahí que fuera un pilar del aparato de choque duhaldista. El problema vino con Neshhhhtor.
El tema es que Ruffo lo conocía a Kirchner de la J.P., de los gloriosos años 70. Cuando le preguntaban por el enigmático clon de Tristán respondía indignado: “Ese escuchaba un petardo y se escondía en el placard. Siempre fue un cagón. Si se fue a Santa Cruz apenas se armó el quilombo y sin siquiera un moretón. Aparte por un mango vende hasta a la madre. Para mí que ni siquiera es peronista.”
Más allá de sus resquemores hacia el pingüino, “el negro” acató la orden de su jefe y le dio su apoyo formal. El problema fue que apenas ganó las elecciones “Lupín” le dio vuelta la cara al Cabezón. Y Juan Carlos, que vendría a ser una suerte de ladrón con códigos, no toleró la traición.
La ruptura definitiva con la pinguinera fue en las legislativas del 2005. En dicha elección, Ruffo apoyó a Chiche Duhalde. Neshtor, más allá de la victoria de su mujer, se la juró. Y no tardó en darle una estocada de muerte al “barón de Ramos Mejía”.
Fue todo muy burdo. Fueron los muchachitos de CQC, con una camarita en la solapa del traje y lo ensartaron al “Negro” pidiendo 500.000 verdes para darle a una empresa constructora la obra de una escuela. ¡Justo con una escuela! Los chetitos progres que miraban a Pergolini pedían sangre. Y el Gobierno se las dio contento.
Juan Carlos Ruffo fue destituido de su cargo el día 3 de febrero de 2006. Luego fue procesado y condenado por cohecho, administración fraudulenta y malversación de fondos. Le embargaron bienes por un valor de 10 millones de dólares. Quedó literalmente culo para arriba.
“El Negro”, se comió solo 6 meses de cana. Para eso se gastó los pocos mangos que le quedaban en penalistas, de esos que manejan jueces. Hoy maneja un remís. Labura 14 horas por día, pero le gusta. Dice que es una manera de seguir con su vocación: llevar gente.
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