Juan Ramón "EL BOFE" Ortiz, el Crack incomprendido



Es probable que historias como las del “BOFE” Ortiz, se repitan a lo largo y ancho de nuestro bendito país. Se combinan 2 variables, nuestro fanatismo por el futbol y la pobreza endémica que nos aqueja, que hace que los chicos básicamente no tengan otra cosa que hacer para matar el hambre. De todas maneras, la vida del “BOFE” tiene un “noseque”, una épica tragicómica que la hace especial.

Como se darán cuenta, el “BOFE” era pobre. En Tartagal la pobreza no es como acá, tiene otro matiz. Es una pobreza cultural, institucionalizada. Es la realidad que se presenta, y la gente la toma con la misma naturalidad con la que nosotros masticamos. Nadie se rebela contra su status de pobre ni aspira a salir de él. Simplemente se lo tolera con dignidad.

En ese contexto, la familia del “BOFE” encajaba a la perfección. El padre Amilcar era pocero, con lo cual estaba todo el día literalmente cubierto de mierda. La madre Josefa era costurera, aunque con 8 hijos le quedaba poco tiempo para la aguja e hilo. Juan Ramón era el séptimo varón, aunque en Tartagal se ve que no nacen lobizones, y desde ya que no los apadrina el presidente.

Lo de “BOFE” vino ya de chiquito. Es que era un bagre el pibe. Tenia rulitos “mota”, nariz chata, y un defecto en la boca que no se había podido operar. Encima era tan flaco, que a uno le agarraba hambre solo de verlo. Bastó que lo semblanteara el “Chato”, infalible a la hora de apodar, para convertirlo en el “BOFE” de una vez y para siempre.

El “BOFE” era un buen pibe. De purrete era muy obediente y bastante pegote de la madre. Su timidez era alarmante, tanto que su apodo alternativo era el “mudito”. La mayoría del pueblo lo creía retrasado mental. Y tan alejados de la realidad no estaban. Juan Ramón era corto de mente, pobrecito. Para que se hagan una idea, vendría a ser una especie de Forrest Gump con tonada salteña. Se ve que la desnutrición y la falta de estímulo habían hecho mella en la sesera del muchacho.

Este flacucho mongui tenía un solo foco de interés: la pelota. Ya desde bebe, de antes de caminar, se veía que la número 5 sería su primer y gran amor. Ese vínculo era tan fuerte que no se rompía ni siquiera de noche. Siempre dormía con una pelota bajo el brazo. Era un amor correspondido: la de cuero también estaba enamorada de él.

El Chato, aparte de ser el “apodador oficial” del pueblo, era el técnico de “La Sonora Colorada”, el equipo del barrio. También era un gran contador de anécdotas. La de la tarde que descubrió al “BOFE” siempre fue una de sus preferidas. Dice que de tan chiquitito que era, llevaba la pelota empujándola con la cabeza, en vez de con los pies. Y que igual no se la podían sacar.

Así empezó su “carrera” futbolística. Al principio era gracioso verlo jugar, ya que no entendía el concepto del pase. Era un autista del balón, cuando le llegaba no la largaba más. Tampoco le interesaba el Gol. Un gol significaba que el rival sacaba del medio, y por ende, tenia la pelota. Y el no quería que otro tuviera la pelota. Así fue que de chiquito no solo le pegaban los rivales, sino sus propios compañeros, que ante el prospecto de verse reducidos a ser espectadores de lujo, preferían molerlo a palos, la única de neutralizar la magnética hipnosis que ejercía sobre el balón.

Era tan pero tan morfón, que El Chato decidió adoptar medidas extremas: Cada vez que el “BOFE” se “guardaba” la pelota, paraba el partido y lo manguereaba durante 5 minutos con agua helada. Juan Ramón aparte de sucio era muy friolento, con lo cual las sesiones de hidratación le resultaban una tortura. Fue así que, con tal de escapar a la tiranía de la manguera, comenzó a prestarle la redonda a sus compañeros.

En ese preciso instante, fue que empezó la verdadera fiesta para “La Sonora Colorada”. El “BOFE” era el mejor compañero de todos. Era el Robin de todos los Batman. A su habilidad congénita, le había agregado una inentendible capacidad para hacer siempre el mejor pase. De, todas maneras, era claro que no lo había aprendido. Había nacido sabiendo… lo que pasa que hasta ahora no se había dado cuenta.

Lo empezaron a venir a ver de los barrios aledaños. “La Sonora…” era una sensación. Todos querían ver a la barra del “BOFE”. Así fue que empezó a correr guita en los desafíos… A los 11 años Juan Ramón dejaba de ser amateur. Y empezaba a sentir la satisfacción de llevar plata a su casa.

En el norte la pubertad llega más temprano que acá. Algunos dicen que es el clima, otros lo atribuyen a la raza. Para mí, es simplemente Dios jugando a los dados. La cuestión es que fue en ese momento que el barrio se dio cuenta de que algo le pasaba al “BOFE”. El problema no era su altura, que estaba en lo normal para su edad, sino su peso. A los 13 años Juan Ramón pesaba 28 kilos. Era literalmente piel y hueso.

Este problema, que no tenía explicación ni solución, empezó a afectar el juego del “BOFE”. Sus rivales al verlo tan finito, dejaron de sentirse amedrentados por su talento, para empezar a imponerle el rigor físico. Así, su otrora indescifrable gambeta comenzó a sucumbir ante el fornido acoplado de sus rivales. La persona mas afectada por este contratiempo era “El Chato”. Era común encontrarlo por las calles de tierra del barrio, cavilando absorto, como si pudiera solucionar el problema con solo pensarlo.

Hasta que un día alguien tiro la idea de llevarlo a un brujo. Este en particular, se caracterizaba por haber hecho engordar a reconocidos flacos, como Gianni Lunadei, Jimena Cyrulnik y Olivia, la novia de Popeye. Eran 300 kms. de viaje, los cuales fueron financiados por los 2 runflas que levantaban las apuestas de “La Sonora Colorada”. Luego de 3 días volvió el “BOFE”, casi tan flaco como antes, aunque con un saludable color rosáceo en sus mejillas.

Al toque empezó a engordar. A los 3 meses, ya pesaba 40 kilos. Se acomodaba velozmente a los parámetros de su edad, casi tan rápido como su juego volvía a salirse de cualquier patrón normal. Volvía la alegría a la “Sonora Colorada” y volvía el alma al cuerpo del “Chato”. El técnico estaba endeudado hasta la manija con los corredores de apuestas, y su tabla de salvación era el bagarto de rulos cuyo peso le había quitado el sueño.

Cuando el “BOFE” cumplió 15, ocurrió lo inevitable: los cantos de sirena llegaron hasta la capital provincial y fue así que los dirigentes de Juventud Antoniana se apersonaron en Tartagal. Llegaron 2 gordos, enfundados en trajes baratos y con terribles caras de garca. Cuando pasaban cerca daban ganas de agarrarse los bolsillos para resguardar la billetera. Solo que en el barrio, nadie tenía una.

Prometieron el oro y el moro, pero nadie esperaba que cumplieran. De todos modos, el “BOFE” se fue con ellos y nadie se opuso. Ni siquiera el “Chato”. Parecía que se estaba cumpliendo con un destino escrito de antemano. Así como el sino de la pobreza era aceptado con mansedumbre, también se daba por sentado que las oportunidades, en la forma que fueran, estaban en otro lado.

Durante esos años se supo poco del “BOFE”. Las noticias llegaban en cuentagotas y a modo de rumores. Que la rompía en el Provincial, que había debutado en Primera, que se lo llevaron de Buenos Aires, que lo quieren de Europa. Pero el “mudito” hacía honor a su mote: jamás se comunicaba con sus pagos. Así pasaron 3 años. El mito del “BOFE” se agigantaba, y sus hazañas se volvían sobrenaturales, al ser devueltas por el espejo deformado de su prolongada ausencia.

Hasta que un día una voluminosa figura se hizo presente en el potrero de “La Sonora”. Llego de madrugada y se quedó allí pateando solo. De entrada, el barrio dormía y los pocos despiertos eran obreros que se aprestaban para salir a laburar. Con lo cual la esférica silueta estuvo 5 horas dándole a la pelotita sin que nadie se enterase.

Hasta que algunos vecinos, que se levantaban mas tarde y vegetaban hasta encontrar una changa, comenzaron a acercarse al campito. De entrada, lo hicieron en forma desdeñosa, como quien no quiere la cosa. No prestaban atención a lo que estaba pasando. Mas bien buscaban pasar el rato. Hasta que uno de ellos, el mas viejito, comenzó a observar con mas atención. Se dio cuenta que ese cuerpo obeso, hasta indigno de un terreno de futbol, tenía algo de familiar. Y que, al margen de lo poco estético de la imagen, ese enorme cuerpo se movía con inusitada cadencia alrededor de “la caprichosa”. Cuando por fin el gordo se animó a dar una carrera larga con la pelota, todos se dieron cuenta que la tenía cocida al pie. Era “EL BOFE”.

En 15 minutos, todo el barrio estaba ahí. La gente estaba extasiada, desorbitada de alegría por la vuelta del hijo prodigo. Durante horas nadie se animó a entrar a la cancha. Estaban en presencia de un ser mítico y entrar a la cancha implicaba volverlo terrenal, con todo lo que ello implica para un pueblo ignorante y, por ende, supersticioso. Hasta que, bien entrada la tarde, el mismo comenzó a hacer ademanes para armar un picadito.

Así volvió “el BOFE” a “La Sonora Colorada”. Fue una tarde soñada, el barrio estaba pletórico. Había una sola persona que no esbozaba una sonrisa de oreja a oreja: El Chato. Cuando algún comedido lo inquirió acerca del porque de su cara de culo, respondió lacónico: “¿No ven que no se mueve de su quintita?”. Hasta ese momento nadie se había dado cuenta. El entusiasmo, la devoción al mito, y su innegable talento, escondían la verdad más evidente develada esa tarde: EL BOFE jugaba en una parcela de 3 x 3. No solo eso, dicha parcela era un lugar fijo en la cancha, se la podía delimitar con una tiza.

Es que era obvio: Un tipo con 117 kilos no puede correr. Y por más Divino que fuese para sus coterráneos, el BOFE seguía siendo un cualunque mortal. Lo que no era obvio era que el BOFE se iba a quedar en su quintita, PARA SIEMPRE. Allí pasaría el resto de sus tardes, mañanas y noches. Allí comía y dormía. Y cada vez que había un partido de futbol, jugaba.

Jugaba con grandes, chicos y viejos. Era un jugador democrático. Jugaba siempre un tiempo para cada equipo. Como era atacante y no se movía de su quintita, jugaba siempre para el equipo que atacara de su lado. Su incidencia en el juego era nula, nadie puede influir en un partido comportándose como una estatua. Aparte su parcela estaba en 3 cuartos de cancha, a 30 metros de la meta. Con lo cual ni patear al arco podía. El “BOFE” volvía a ser ese chico de edad preescolar que jugaba pura y exclusivamente por amor a la pelota. Y ahora no existía manguera capaz de persuadirlo.

Si bien sus días de jugador en serio estaban mas que terminados, su magnetismo estaba intacto. Todos querían ver jugar al “BOFE”. Era delicioso ver la cara de los espectadores, anticipando y anhelando frenéticamente el momento en que el balón pasara por los pies de Juan Ramón. Siempre les tenía reservado algún chiche. Alguna pisada, una rabona, un taquito y muy de vez en cuanto un quiebre de su ex cintura. De mas esta decir, que cada una de sus esporádicas intervenciones se festejaba exponencialmente más que cualquier gol.

Juan Ramón Ortiz murió a los 26 años, durante un partido entre “LA SONORA...” y los “LOS GUACHOS DE LA SALINA”. Cayó seco con la pelota bajo la suela. Una vez constatado su deceso, nadie se animó a moverlo de su parcela. Allí quedo, a merced de los gusanos y alimañas, que en una semana habían terminado el trabajo. La quintita del “BOFE” es hasta el día de hoy, el único rincón del potrero donde crece el pasto. Al día de su muerte pesaba 178 kilos. Se ve que el brujo hizo bien su trabajo...



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