Mate y biscochitos de grasa


Debido a mi profesión, paso muchas horas en oficinas públicas. Por lo tanto, me resulta bastante sencillo hablar de los empleados que las atienden. El problema es que temo que estas líneas se transformen en un ejercicio de catarsis. Dicho de otra manera, voy a tener que hacer un esfuerzo titánico para que este artículo no se transforme en un interminable rosario de puteadas.

El primer problema es que uno va mal predispuesto a las dependencias públicas. No me pregunten porque, será Gasalla con su sketch, el “proteste ya” de CQC, o simplemente que estamos en la Argentina. Pero la mala vibra se apodera de nuestro ser cada vez que tenemos que pegarle una visita a los trabajadores del estado. Y, como dice el dicho, lo que mal empieza mal acaba.

Generalmente, uno va temprano, como previendo que la cosa se va a estirar indefinidamente. Así, con la modorra encima, y esa mezcla de fiaca y miedo al fracaso, nos encaramamos por las escalinatas de mármol, que generalmente preceden a la oficina de atención al público. Una vez allí, surge el primer problema: ¿Para donde vamos? Generalmente estos lugares cuentan con un sinfín de vericuetos y rincones, que para el neófito, para el novato, no tienen el más mínimo sentido. Uno no tiene la más pálida idea de para donde disparar. Los carteles indicadores son una rareza y encontrar un empleado que nos asesore, es más difícil que ver a Ricky Fort andando en un Renault 12.

Una vez dilucidado el enigma de nuestro destino, orientados hacia nuestro objetivo, nos estrolamos contra una pared… de gente. Las colas suelen ser interminables, como un trencito de la alegría. Solo que en vez de Mickey y Pluto, tenemos a 50 monos con una terrorífica cara de traste, cuya única función es interponerse entre nosotros y el oficial público. Aparte es obvio que juuusto ese día no compramos el diario, nos olvidamos el i pod en casa, y tenemos unas tremendas ganas de hacer pis. Todo esto colabora para que cada minuto de espera nos convierta en un rottweiler con tres días de hambruna.

En esos interminables instantes, la cabeza del hombre viaja por lugares insospechados. Por primera vez en mucho tiempo pensamos en que podríamos cortarnos las uñas de los pies, o meditamos acerca de la posibilidad de que nuestra pareja nos esté engañando con el del service del lavarropas, o consideramos la idea de levantar el muerto de 15 fotomultas que pesa sobre nuestro coche.

Cuando nos hartamos de ocupar la atención en pelotudeces, empezamos a fijar nuestra vista en los empleados que deberán atendernos. Escudriñamos todos sus movimientos: Como tipean la compu, la velocidad con la que sellan las papeletas o si escupen cuando hablan. Obviamente, lo que más nos indigna es cuando se levantan de su silla. No nos interesa si es para comerse un alfajor o para donar sangre. Lo único que importa es que ese impasse alarga nuestra espera, que a esa altura es la única preocupación que aqueja nuestro ser.

Pero como todo lo bueno, esto también tiene que acabar. Después de rezarnos 70 padrenuestros al revés y de rememorar la formación completa del Huracán del 73, llega el momento de nuestra audiencia con Su Majestad… Que en este caso es una gorda de 120 kilos, con acné juvenil, mal aliento y una tos espantosa.

Más allá de lo repulsivo de la imagen frente a nosotros, nos armamos de coraje y ponemos nuestra mejor cara de aspirinetas. Con una voz angelical le explicamos nuestro predicamento al elefante marino atornillado a la silla del otro lado del mostrador. El NO llega como un latigazo, rotundo y atronador. Ni siquiera terminamos nuestra explicación, y la negativa parece estamparse en nuestra frente. La gorda no parece preocupada por nuestro problema, ni siquiera le importa si tenemos razón o no. Solo parece convencida y consustanciada con su misión primordial: DECIR QUE NO.

No importa que saquemos una multitud de papeles, timbrados y comprobantes. Ni un salvoconducto del papa nos acercará al objetivo. Porque es evidente que la persona del otro lado, ha sido entrenada para negarse a hacer su trabajo a como dé lugar. Nos pedirá el ADN de Jesus con tal de impedirnos el trámite. Nombrará infinidad de Resoluciones y Ordenanzas, que no las conoce ni el loro, para justificar su reticencia.

En este momento del relato cabe hacer un paréntesis, para aclarar un temita. Los empleados públicos tienen estabilidad. Esto implica que no se los puede echar. La única forma de removerlos de su puesto es hacerles un sumario, en caso de que existiera una inconducta. Así que, salvo que hagan el baile del pollo en pelotas en horario de atención al público, estos muchachos están amurados a su cargo el tiempo que quieran.

Este detalle es clave para entender con qué clase de gente estamos tratando. Estos tipos están menos motivados que Equipo amateur descendido. Seamos sinceros: todos somos hijos del rigor. Sin la amenaza de la guillotina, cualquiera se relaja. Y si encima, la posibilidad de ascenso se desliga del merito propio, para emparentarse con los caprichos del poderoso de turno, uno se convierte en la imagen de la vagancia. Es por eso que, cada vez que miramos a un empleado público, parece que estuviéramos frente a un televisor apagado. Los empleados públicos son personas en OFF.

Volvamos a nuestro relato. Una vez que la negativa es inexorable, quedan 2 caminos. Generalmente uno toma el camino de la indignación y consecuente confrontación. Es así que pide hablar con el supervisor, con el director, con el superior, y con el presidente, si es necesario. Cuando se da cuenta de que esta remando en dulce de leche, se retira rojo de calentura, vociferando más insultos que Jorge Corona cuando se queda sin vino. ERROR. Ese camino no lleva a nada, más que a un pico de presión y una ulcera. La solución es llorar, pero llorar mucho, eh. El que no llora no mama, es así. Haciéndonos las víctimas, mostrándonos desesperados, le hacemos sentir a la Gorda Vaga algo inédito en su vida: QUE ES IMPORTANTE. Que ella es la luz en nuestro camino. Creyéndose útil por primera vez, la gorda obrará el milagro. Haciendo las veces de San Pedro, nos abrirá las puertas del cielo burocrático de par en par. Lo que antes parecía imposible, de pronto resulta sencillísimo, todo por un simple cambio de predisposición. En definitiva la gorda necesitaba lo que todo Argentino necesita: sentirse superior al otro. Desde ese pedestal, todos somos buenos.

Más allá del resultado final de nuestra odisea, lo que es seguro es que quedaremos física y mentalmente exhaustos. Y así el Estado habrá cumplido con su objetivo: la próxima vez, antes de ir a hacer un trámite, lo pensaremos más de dos veces.

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